¡Primera Sorpresa!

4 de agosto de 2011


Como ya les había contado en una entrada anterior, este mes de Agosto se cumple un año de la publicación de Tu lado Salvaje por Ediciones del Boulevard, así que quería darles unas sorpresitas.

La primera se las doy hoy y es: ¡los dos primeros capítulos de Tu lado Salvaje!
(Es para ponerlos a tono con la segunda sorpresa que vendrá)

Ahí va:


Capítulo 1

        Buenos Aires, capital del Virreinato del Río de la Plata.
        Abril del año 1802.
       
        León se aferró más fuerte contra los bordes del bote, que con su vaivén lo mareaba de una forma que le retorcía las entrañas. ¡Jesucristo! Sentía la bilis en la boca y ya estaba sudando como un puerco. El bote se meció bruscamente ante un nuevo embate de las olas, lo que provocó que  apretara los dientes; tenía miedo de devolver lo que había desayunado esa mañana en su camarote.
        Tenía que reconocer: en cuanto a viajes por mar, río e incluso en los lagos, era un completo cobarde.
        —Señor Estévez —llamó al marinero que remaba con destreza para llegar a la orilla— ¿Cuánto tiempo cree que nos va tomar llegar hasta la orilla?
        En realidad, sabía cuánto tiempo demorarían, incluso desde donde estaban podía ver la orilla de Buenos Aires. Sin embargo, tenía conocimiento de que la corriente del Río de la Plata era muy engañosa y desafortunadamente su cuerpo no toleraría demasiado antes de desgraciarse frente al marino.
        —No falta mucho, no se preocupe. La marea está cambiando –le informó éste sin parar de remar.
        Era su primera vez en las colonias. Para ser franco nunca había cruzado el océano hacia América. Su trabajo siempre lo requería en su tierra natal, España, o en alguna otra nación europea.  
        Ya desde el comienzo su primera impresión de Buenos Aires fue decepcionante. ¡No tenían puerto!
        Lo que los colonos llaman “puerto” no era más que la orilla. Según le explicó Rivas, capitán del Santa Catalina, los barcos no podían llegar demasiado cerca de la orilla ya que se arriesgaban a encallarse en el fondo del río. Buenos Aires contaba con un sólo fondeadero poco profundo frente al bajo, frente a la barranca sobre la cual se levantaba la ciudad y la costa. Por tal motivo los barcos mercantes debían fondear a varias millas de la costa y sus mercancías y pasajeros eran transportados hacia el puerto por embarcaciones de poco calado.
        Así que ahora se encontraba acortando la distancia que separaba al Santa Catalina de tierra firme. A simple viste parecía una tarea fácil pero distaba mucho de serlo. Ya eran obvias las gotas de sudor que bañaban el rostro del joven marinero.
        León se repudiaba a sí mismo por no ser capaz de ayudarlo pero sabía que si intentaba moverse de la rígida posición en la que estaba terminaría colgado del borde del bote echando a perder no solo su desayuno sino también su bien amado orgullo.
        Para su fortuna Estévez pudo sortear con presteza la corriente antes de que su autocontrol se derrumbara. En tierra firme se tomó el tiempo necesario para apaciguar las nauseas y los mareos mientras esperaba que los demás botes desembarcaran sus pertenencias y con ellas, Federico, su asistente y ayuda de cámara.
        Mientras se frotaba la barriga observó con curiosidad lo que sería su nuevo hogar en los años que durara su nuevo cargo. Jamás podría adaptarse se dijo; todo era muy rústico y poco refinado para su gusto. En Madrid él estaba acostumbrado a las comodidades, al lujo. Allí ni siquiera había calles pavimentadas, todo era puro barro y suciedad.
        Con un mohín sacó su pitillera de plata y prendió un cigarro. Con nauseas o no, inhaló el humo con deleite y lo dejó salir por sus fosas nasales. ¡Benditos los indios y su descubrimiento del tabaco!
        —¿Señor?
        León se volvió para mirar a su ayuda de cámara que avanzaba pisando con cuidado. El hombre rondaba los cincuenta, cabello castaño veteado con gris en las sienes y semblante relajado. Aunque tenía el aspecto de un hombre apacible León lo conocía bien y sabía que bajo esa fachada de tranquilidad existió, en sus años mozos, un hombre de temperamento gallardo.
        —Si está todo listo, en marcha.
        Por órdenes de León el marinero Estévez encabezó la caminata hacia el Fuerte, donde los dejaría para luego volver a su puesto en el Santa Catalina. Detrás de ellos, bajo la mirada atenta de Federico, tres esclavos que trabajaban en el puerto, cargaban sus pertenencias.
        La primera de sus obligaciones era presentarse ante el Virrey; éste realizaba su trabajo en el Fuerte y desde allí se aseguraba que sus órdenes se cumplieran a rajatabla.

***


        Joaquín del Pino Sánchez de Rojas Romero y Negrete, a sus septuagenarios años, ocupaba el cargo de virrey del Río de la Plata desde el veinte de mayo del año pasado, se decía que era fiel a la metrópoli y se esperaba grandes proyectos de su mandato. Entre ellos el orden público.
        Cuando León entró en el austero despacho lo vio redactando varios papeles que debían de ser de suma importancia ya que su semblante era de pura concentración. Carraspeó para hacerse notar. Inmediatamente el virrey levantó su mirada y sus ojos brillaron de reconocimiento.
        —Usted no necesita presentarse. León Fernández Caballero, uno de los mejores abogados que tiene nuestra amada Corona.
        —Me declaro culpable, su señoría —reconoció León con arrogancia.
        Del Pino rió. Saludó al joven como si fueran viejos amigos y sin embargo ésta era la primera vez que se conocían en persona. Le preguntó amablemente que tal le había resultado su viaje por barco y por su bienestar siguiendo el protocolo.
        —Siéntese por favor. Como verá aquí no hay tantos lujos como en nuestra patria pero trataremos de que se sienta cómodo.
        «Lo dudo», pensó León para sí pero sonrió amablemente al virrey mientras se acomodaba en una butaca frente al escritorio. Toleró el escrutinio del hombre que luego comentó:
        —En cuanto oí sobre usted me dije: «yo necesito a alguien así para que ponga orden en este lugar».
        —Me halaga.
        —Y sin embargo no hago más que decir la verdad. Como usted ya sabrá, he estado muy ocupado haciendo de ésta una colonia más que habitable para los criollos y para nuestros compatriotas. No obstante estoy teniendo ciertos problemas de conducta no sólo entre la negrada sino también entre la gauchada en las fronteras e incluso entre los estancieros criollos.
        Don Joaquín frunció el ceño como si estuviera fastidiado por algo pero continuó:
        —La Audiencia está teniendo serios problemas para atender los distintos reclamos y acusaciones. Tenemos pocos representantes de la ley que sean conocedores del tema y eso complica las cosas, teniendo en cuenta que su jurisdicción además de abarcar la intendencia de Buenos Aires también está la de Córdoba del Tucumán, Salta del Tucumán y del Paraguay.
        León se frotó distraídamente la barbilla donde ya empezaba a crecerle nuevamente barba. La Real Audiencia y Cancillería de Buenos Aires, normalmente conocida como Audiencia de Buenos Aires era el más alto tribunal de la Corona de España en el territorio del Río de la Plata.
        —Estoy al tanto de la situación de las colonias aunque no he tenido la oportunidad de visitar ninguna hasta ahora. En mi viaje hacia aquí me familiaricé con la información que me brindó el Consejo de Indias tiempo antes de zarpar. Siendo honesto con su señoría, hacía tiempo que se me había notifica del puesto vacante en la Audiencia de Buenos Aires pero debido a anteriores compromisos para con la Corona no me permití aceptarlo hasta hace unos meses.
        —Sí, yo envié una petición al Consejo el año anterior. Como ya le mencioné, estoy al tanto de su trabajo y quiero a alguien con mano férrea.
        El Real y Supremo Consejo de Indias fue fundado en el año 1524 por Carlos I y es el órgano más importante de la administración indiana. Se encargaba de asesorar al Rey en la función legislativa, ejecutiva y judicial. Como no tenía una sede fija, ésta se trasladaba de un lugar a otro con el Rey y su Corte.
        Con respecto a León, el Consejo tomó la decisión de imponerle el nuevo puesto; en casos realmente excepcionales éste podía tomar decisiones sin  necesidad de que el Rey intervenga.
        —Si su señoría me permite me gustaría que se me asesore que puesto en la Audiencia voy a ocupar para ponerme en marcha en cuanto me sea posible.
        Estaba agotado por el viaje y su estomago seguía algo sensible. Cuanto más rápido terminara su audiencia con el virrey más rápido podría descansar. ¡Dios! Necesitaba otro cigarro.
        —Ah sí, sí, déjeme terminar de redactar el certificado oficial –manos a la obra, don Joaquín finalizó el papeleo que había interrumpido León con su llegada. Lo firmó y lo selló con el escudo del virrey.
        León tomó el papel que le ofrecía el hombre y lo leyó. De golpe lo miró sorprendido.
        — ¿Regente?
        El viejo virrey sonrió y se frotó la brillante calva en acto reflejo.
        —No habrá pensado que tomaría a mi mejor pieza de ajedrez por un simple peón, ¿no?
        León estaba más que sorprendido. Sabía que era bueno en su trabajo y que tenía contactos en la Corte de Carlos IV pero nunca pensó que le darían el segundo cargo más importante.
        La Audiencia de Buenos Aires estaba conformada por un presidente, o sea el virrey, seguido por un Regente, cuatro Oidores y un Fiscal.
        Como León seguía sin palabras don Joaquín dio por terminada la audiencia.
        —Bien, ahora que ya  está todo arreglado, le sugiero que vaya a descansar a la casa en la calle San Carlos, no muy lejos de su nuevo lugar de trabajo, el Cabildo. La mandé a preparar para usted, le otorgué un par de esclavos que le ayuden a ponerse cómodo. Mi secretario lo acompañará. Voy a prestarle mi carruaje.
        León le dio las gracias y luego de despedirse se dirigió junto con Valenzuela, el secretario de don Joaquín, y Federico hacia su nuevo hogar en la calle San Carlos.
        Ya en el lujoso carruaje del virrey, se relajó y se permitió estirar las piernas lo más que pudo ya que viajaba junto con los otros dos hombres. Prendió su segundo cigarro desde su llegada, luego corrió las cortinas para no molestar al resto con el humo; sabía que a Federico no le gustaba.
        —Ahora que usted está aquí esperamos que pueda imponer un poco de orden —comentó el secretario mientras se acomodaba la montura de sus lentes—. Los criollos son muy impetuosos.
        León le dio otra calada a su cigarro. Él no sabía nada sobre la conducta de los criollos pero se aseguraría de que se cumpliera la ley. Costara lo que costara.


Capítulo 2



        —Ya basta, Al. Compórtate que en cualquier momento bajará el señor Regente.
        Al frunció el ceño y se aferró a los barrotes mientras intentaba mirar a través de ellos al oficial que custodiaba del otro lado.
        — ¿Dónde está Álvarez Muñoz, Manny? El siempre me deja salir rápido… Es suficiente con el pago de una simple multa, ¿o no? Vamos Manny, avísale que estoy aquí.
        El oficial Manuel resopló.
        —No me llames así, que estoy de servicio —le reprendió. Luego, inclinándose un poco hacia su lado, le informó—. El señor fiscal no se encuentra hoy en el Cabildo, Al. Para tu mala suerte, hace un rato se le informó al señor Regente que estás aquí.
        Al miraba como su amigo Manuel negaba con la cabeza mientras chistaba desalentadoramente.
        —Si tan solo no hicieras tanto alboroto. Tengo entendido que revisó tus antecedentes…
        — ¿Y cuál es el problema? Nunca he robado ni matado… que no fuera por defensa personal… —comentó esto último por lo bajo. Lo único que faltaba era que alguien escuchara y le agregaran nuevos cargos.
        El oficial se volvió ahora completamente con cara de «¿Por quién me tomas?».
        — ¡El problema es que ésta es tu segunda vez en el calabozo en lo que va del mes! Ni hablar del año pasado, ¿verdad?
        Al se encogió ante sus palabras.
        —Algunas veces no fue enteramente mi culpa —como vio que el oficial abría la boca para, seguramente, volver a reprocharle antecedentes, decidió cambiar de tema—. Pero Manny, ¿qué tiene que ver el Regente con todo esto? Ningún alto funcionario le daría importancia a mi caso. Para eso está Álvarez Muñoz, ¿no?
        —Eso es cierto pero las cosas ya no son como antes, Al. Hace tan sólo una semana que el señor Caballero llegó a Buenos Aires y ya tiene a todos cortitos. Además le gusta estar al tanto de todo… incluso de pequeños casos como el tuyo.
        Esplendido. Lo único que le faltaba, tener problemas con las nuevas autoridades.
         Con aburrimiento, se alejó de los barrotes y distraídamente pateó la paja del suelo con sus botas de caña alta. El calabozo apestaba a humedad y como si  hubiera algo rancio por ahí.
        No era justo que estuviera otra vez allí. No fue su culpa después de todo; ese mequetrefe de Ramiro… ya se las iba a hacer pagar en cuanto saliera de allí.
        — ¿Manny? ¡Ey, Manny! —lo llamó impaciente, sin darse vuelta—. ¿Cómo dijiste que se llama el nuevo Regente?
        —León Fernández Caballero.
        Al se sobresaltó al escuchar esa voz grave y profunda que obviamente no pertenecía a su amigo Manuel. Ésta era una voz que se imponía. Además tenía acento español.
        Lentamente, muy lentamente, se dio la vuelta para encontrar al hombre más endiablado que hubiera conocido. Era muy alto; debía superar el metro ochenta y cinco.  Pero era su porte lo que le daba ese aire de grandeza; era majestuoso.  Y su mirada. ¡Madre mía!  Su mirada de ojos celestes era firme y analítica, como la de un depredador. Los mapuches creían que esa era la mirada de los hijos del Diablo. Ahora les creía.
         Desvió su atención hacía Manny, que ahora estaba en posición, muy tieso y nervioso. « ¡Pero qué cretino!», pensó Al aunque lo entendía un poco, después de todo era un joven de unos simples dieciocho años. Pero, por otra parte, su orgullo era más fuerte. «No voy a dejarme intimidar».
        —Nombre —exigió León, imperativo y sin rodeos.
        Al arqueó una ceja y cuadro los hombros. No le agradaba nada ese tono.
        —Si leyó mis antecedentes sabrá cómo me llamo.
        Chispas parecían salir de los ojos del hombre, sin embargo sus facciones seguían estoicas. Tomó nota de algo en un cuaderno de cuero, que no había notado que llevaba hasta ese momento.
        —Es una formalidad —espetó con el mismo tono—. Nombre.
        Al mantuvo su mirada por un rato, luego cedió. Quería irse a casa lo antes posible.
        —Soy Al Herrera.
        —Se le acusa de disturbio público y agresión…
        — ¡Oh, por amor de Dios! Apenas llegué a darle un puñetazo en la nariz —interrumpió Al con irritación—. Varios hombres se interpusieron para protegerlo.
        Pudo ver un tic en la perfectamente afeitada mandíbula mientras le fulminaba con esos desgarradores ojos celestes. En serio quería irse a casa rápido pero a veces, o mejor dicho siempre, se dejaba llevar por sus emociones.
        —… y agresión a un miembro destacado de la sociedad porteña. ¿Qué tiene que decir al respecto?
        —Que el muy cerdo se lo merecía.
        Bueno, ya estaba, ya la había hecho.
        Se escuchó la leve exclamación de sorpresa de Manuel, como la de un ratoncito. Sólo Al podía decir semejante desfachatez delante de un representante de la ley.
        A pesar de eso, León lo encontraba divertido aunque no lo demostró. El muchacho tenía agallas, debía concedérselo. Impertinente, sí. Estúpido también, teniendo en cuenta su situación. Pero con agallas.
        — ¿Por qué cree que se lo merecía? —preguntó para la evidente sorpresa de Al.
        León vio como el rostro delicado del joven se tensaba de rabia. No era más que un muchacho de unos veinte o veintiún años. ¡Todavía ni le había crecido la barba! Pero transmitía una intensidad sorprendente.
        Lo vio apretar sus puños a cada lado de su largo y delgado cuerpo.
        —Ramiro Latorre mando a sus gauchos a saquear mi quinta del Retiro tres noches atrás. Gracias a mis hombres pudimos detenerlos antes de que se llevaran gran parte del ganado que teníamos guardados en el corral principal. Pero se llevaron dos buenos caballos y tres vacas lecheras. Esta mañana vine precisamente a la ciudad a reclamárselas.
        Al respiraba agitadamente. Fue a buscarlo al café donde sabía que habitualmente iba y lo enfrentó. Latorre se le había reído en la cara mientras se pavoneaba con sus amigotes de alta sociedad. «Nadie te creerá. No eres más que mugre», le había escupido. Recordaba haber cerrado con fuerza su puño y estrellado contra la perfecta nariz del niño bonito. Nunca tuvo paciencia para los insultos.
        Lo demás era fácil de resumir; los hombres del café habían intervenido y después llamaron a los oficiales. Así fue como terminó en el calabozo del Cabildo dándole explicaciones al mismo Diablo.
        Había actuado impulsivamente. Otra vez.
        León observó atentamente al muchacho, digiriendo la información. Tal vez él tuviera la clave que necesitaba para encabezar su investigación. Los certificados del antiguo Regente no eran muy claros; era un rompecabezas que tenía que armar pieza por pieza. Y el caso del muchacho parecía ser uno más de los tantos casos entre los estancieros. Mejor sería asegurarse.
        —Abrir una causa por abigeato es cosa seria, jovencito. ¿Tiene pruebas?
        El joven parecía confundido por algo. Su rabia parecía haberse aplacado. Luego un brillo burlón apareció en sus ojos grises, no obstante desvió la mirada sin responder. «Jovencito me dijo», pensó Al con decepción. «Es ridículo pero me habría gustado que se diera cuenta».
        — ¿Y bien? —lo instó. No había pasado por alto las expresiones de Herrera aunque estaba lejos de entender su significado.
        —No, señor. No tengo pruebas.
        León estaba algo decepcionado pero tampoco lo dejó entrever. Tendría que dejar de lado sus sospechas para más adelante. ¡Maldición!
        —Ya que no tiene pruebas… nada se puede hacer contra el señor Latorre y eso invalida sus motivos… si es que en algún momento hubiesen sido validos. La ley es la ley y como no tengo más ganas de perder el tiempo con usted, lo sentencio a pasar tres días encerrado en el calabozo y una multa de doscientos pesos… Teniendo en cuenta a quien fue dirigida la agresión —reprochó León con gesto severo. Cerró con fuerza su cuaderno, dando por finalizada la sentencia, y se volvió para marcharse.
        ¿Qué?
        Oh, no, no.
        Con una agilidad adquirida por los años de sobrevivir en la frontera, Al corrió y, sacando el brazo por los barrotes, se aferró con fuerza a la manga de su fina casaca negra.
        — ¡Esto es injusto! ¡No puede hacerme esto!
        León lo fulminó con la mirada y su ceño estaba tan pronunciado que parecía una sola línea. ¡¿Pero cómo se atrevía el mozuelo?! Jamás nadie lo contradecía. Jamás.
        —Al contrario de lo que piense, sí es justo. Cometió un delito y tiene que pagar por ello —le espetó con los dientes apretados mientras miraba una y otra vez la mano que todavía lo mantenía aferrado. Notó que era pequeña para ser la de un hombre, por más joven que éste fuera, pero sí callosa como para serlo. De un tirón se la sacó de encima—. No me toque de nuevo si sabe lo que le conviene —le advirtió con mirada siniestra.
        Al retrocedió un paso. Por un minuto lo miró con sorpresa, pero se compuso lo suficiente para que un nuevo arrebato de cólera le sobreviniera.
        — ¡Usted es un maturrango de mala madre! —le gritó. Pero se arrepintió en el preciso momento en que las palabras salieron de su boca. Hablar sin pensar es como tirar sin apuntar.
        De inmediato sintió la terrible presión sobre su cuello. Al no sabía que le sorprendía más: que el hombre hubiese sido tan rápido que no lo registró hasta que tenía una de sus manos sujetando su cuello con fuerza o el simple hecho de que se estaba quedando sin aire. Con sus dos manos se aferró a su brazo, que no era ni remotamente fofo, más bien era duro como el hierro.
        Hacía mucho tiempo que León no perdía la calma como en ese momento. Tenía al joven agarrado por el cuello mientras se dejaba embargar por la rabia. Ningún criollo le llamaría con  ese término despectivo que utilizaban con los nacidos en su tierra natal. Y por encima de todo nadie mancillaría el honor de su difunta madre. No mientras él viviera.
        — ¡Señor, por caridad, deténgase! ¡No sabe lo que hace! —le imploraba el oficial de custodia pero sin atreverse a tocarlo siquiera.
        León no escuchaba, sólo sentía. Le sostuvo la mirada al joven canalla y lo que vio lo asustó. Se vio a si mismo reflejado en los ojos grises del muchacho; su cara estaba transfigurada. Eso hizo que recuperara su temple lo suficiente para escuchar las terribles palabras del oficial:
        — ¡Está lastimando a una mujer!
        Inmediatamente lo soltó y lo vio sentarse estrepitosamente en el suelo mientras tragaba bocanadas de aire. Aterrado miró al joven oficial a su derecha.
        — ¿Una mujer?
        Manuel asintió, asustado por lo que había presenciado. No había sido a él a quién ahorcaran pero temblaba de todas formas.
        León no lo podía creer aunque veía la verdad en los ojos del oficial. ¡No podía ser! Si vestía como hombre, hablaba como hombre e incluso, ¡insultaba como hombre!
        —Pero dijo llamarse Al —se quejó sintiéndose algo estúpido—. Está en los registros.
        El oficial Manuel meneaba la cabeza mientras lo corregía algo nervioso.
        —Su nombre es Alicia, señor… Al es el apodo que todos le dimos… Incluido el señor fiscal…
        Seguía sin dar crédito a sus palabras. Desvió su atención a la supuesta mujer que ahora se masajeaba el cuello con la vista perdida.
        ¿Una mujer?
        Sólo había una forma de averiguarlo.
        — ¡Abra la puerta! —ladró, recuperando del todo la compostura. Alzó nuevamente sus barreras a la vez que se reprochaba así mismo haberse descontrolado. No debía permitirlo de nuevo.
        Manuel dudó en abrirle.
        — ¡Que la abra ahora le digo!
        Al se levantó tan rápido que casi se cae sentada otra vez. Sintió como los nervios le estallaban mientras veía a Manny sacar un juego de llaves de su bolsillo y, diligentemente, abrir la puerta de hierro del calabozo.
        ¡Iba a desnudarla, estaba segura!
        León lo hizo a un lado de un empujón mientras entraba con paso firme. El repiqueteo de sus brillantes botas parecían tambores en los oídos de Alicia. «Tranquilízate, tranquilízate, tranquilízate», se repetía una y otra vez mientras lo veía acercarse cada vez más, pero su cuerpo le fallaba retrocediendo hasta chocar contra la fría y sucia pared de piedra.
        El corazón le martillaba cuando él se paró frente a ella y extendiendo su mano, la inspeccionó. Para su sorpresa sintió que rozaba suavemente su corto cabello rubio; hacía años que lo llevaba casi al ras como el de un muchacho. Sin saber por qué cerró los ojos mientras respiraba agitadamente. Nuevamente sintió su rocé sobre su mejilla, descendiendo hasta la comisura de sus labios y más abajo, hasta su garganta, y ahí se quedó. Lentamente levantó sus parpados para encontrarse con sus masculinas e impasibles facciones.
        Con suma delicadeza él le inclinó el rostro para dejar al descubierto las marcas rojas en su cuello. Una muestra fugas de vergüenza pasó por sus ojos que inmediatamente fue reemplazada por la confusión. Extrañamente su semblante se suavizó. 
        — ¿Por qué no me lo dijo? —le susurró con un fuerte acento español.
        Alicia se encogió de hombros.
        —Nunca lo hago —le susurró a su vez. Estaba plenamente consciente del calor que emanaba su mano sobre su cuello.
        —Pero yo no lastimo mujeres. Debió habérmelo dicho.
        Alicia frunció el ceño.
        —No me gusta sacar provecho de mi condición.
        León estaba sorprendido. ¿Quién era esta extraña joven? ¿Se daba cuenta de que pasaba por encima a muchas creencias, incluida la suya? ¿Que para los ojos de la sociedad lo que hacía era una aberración? Una mujer que aparenta ser hombre. Se sentía escandalizado.
        — ¿Va a dejarme ir?
        León retiró su mano y sus rasgos se endurecieron nuevamente.
        —No.
        Y para total consternación suya lo vio retroceder y salir por la puerta. Escuchó el ruido de las llaves sobre la cerradura.
        —Pero…
        —No hay peros, señorita Herrera. Tres días en el calabozo y el pago de la multa.
        Alicia se acercó y con tristeza se sujetó a los barrotes. Manny la miró también con tristeza mientras le alcanzaba el cuaderno a León, que se le había caído en su arrebato de enojo.
        León la observó sólo un minuto, no podía aguantar mirarla. Su tristeza lo tocó en muchas formas. ¡Demonios! Se estaba volviendo viejo si dejaba que esos ojos grises lo conmovieran pensó para sí mientras se iba.
        Se detuvo antes de salir y sin darse vuelta, sin ningún tipo de emoción, le dijo:
        —La ley es la ley.


Espero que l@s haya dejado con ganas de más :)

Abrazos,

Magui.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario